Sentaba a su lado. Nunca había estado así con alguien. Alguna sensación
parecida tal vez, ensayos dispersos de esta ocasión definitiva.
Cuando llegaba, él ya estaba sentado ahí haciendo lo de siempre. Me quedaba
de pie frente a él, no justo en frente, más bien a un costado, mirándolo, hasta
que él llevaba sus ojos hacia mí, sonreía también y me descubría un lugar a su
lado. Sin palabras, solo con un gesto indiscutible.
Luego
era yo quien empezaba a hablar, a deslizarle preguntas con sus respuestas
incluidas como abrepuertas a narraciones que nadie había pedido. Él me dejaba
hablar, armando y fumando cigarrillos, mirándome de costado y dejando escapar
de su boca, solo de vez en vez, un mohín muy parecido a una sonrisa.
Me habían dicho que apareció en el pueblo tan cansado que parecía
vacío y que alguien le escuchó decir que se quedaría hasta llenarse.
Cada
uno dio un significado viciado de subjetividad a esa necesidad. El panadero
pensó que tenía hambre; el tabernero, sed; el párroco, escasez de Dios; el
maestro, avidez de conocimiento. El traficante pensó que necesitaba más anestesia;
los burócratas, trabajo y las vírgenes, amor.
Yo
no sé si le había soñado propósito cuando lo vi allí por primera vez, sentado
solo mirando a su alrededor con ojos profesionales de silencio. Ni se por qué comencé
a contarle de los atardeceres detrás de nuestras montañas, de las mañanas de
sábado, del riego plateado en los huertos al menguar el sol, del viento en los
árboles, de los otoños transparentes.
Siempre después de hablarle un rato, llegaban sus preguntas. Apenas más cálidas y
dolorosas que su silencio. Creo que sabía que estaba transformándonos, pero no
parecía importarle.